-Justamente, venía a comunicarte que estamos dispuestos a darte en inversión un buen toco de “Mellizas”.
-A qué plazo ¡y cuánto quieren de interés?
-Te entregamos el capital para que lo consolides en lo económico…
-La suma me interesa. Les ofrezco el 9,5% anual que está por encima de lo que paga cualquier plaza internacional.
…………………………………………………………………………………
El diálogo, reconstruido por el periodista Juan Gasparini en el libro “Graiver, el banquero de los Montoneros”, el primero en rastrear esta historia, allá por 2007, ocurrió en una residencia alquilada del financista David “Dudi” Graiver, en San Isidro, en 1975, a poco de la liberación de los hermanos Jorge y Juan Born, entonces de 40 y 39 años, cautivos en el llamado “Operativo Mellizas”, no muy lejos de allí desde nueve meses antes, el 19 de septiembre de 1974, cuando la guerrilla peronista de Montoneros luego de un prolongado trabajo de inteligencia, había interceptado a los hermanos y herederos del más poderoso holding argentino, con sedes en todo el país y en tres continentes.
El asalto a la caravana empresarial, que marchaba a velocidad sostenida en dos Falcon gris metalizado con su custodia habitual, tuvo lugar en el camino desde su residencia de Beccar, en el norte del GBA, hacia el corazón administrativo de la empresa multinacional, un enorme conglomerado cerealero y de productos alimenticios en pleno proceso de expansión, en la calle Lavalle, entre 25 de Mayo y Leandro Alem, donde la City languidece. El secuestro fue violento y durante las refriegas del momento murieron Alberto Bosch, gerente de Molinos Río de la Plata, muy amigo de Jorge Born, y el chofer Juan Carlos Pérez.
Los interlocutores de la conversación citada no hacían sino jugar a los naipes entre taimados, actitud propia de los negociados con guisos políticos, entonces un clásico del accionar clandestino de las bandas de la guerrilla urbana. Habían aprendido de memoria que la extorsión del secuestro político generaba plata fresca inmediata, millonaria y en general con bajo riesgo. Desdeñaban, incluso, el fuerte endurecimiento de penas en este tipo de delitos que había ordenado Perón en vida, enceguecido tras el asesinato del líder sindical José Ignacio Rucci y el intento de copamiento del Cuartel de Azul, uno de los arsenales más poderosos del país.
El libro de Gasparini, quien logró sobrevivir a las mazmorras del exterminio al costo de pasar de su condición de detenido-desaparecido al rol forzado de colaborador de los represores, está contado por alguien que supo estar en la misma cocina de la guerrilla, de allí que contenga detalles intimistas de aquel tiempo de masacres cotidianas y piedad ausente. El autor fue parte de una de las bandas terroristas de la época y estuvo dos años cautivo en la ESMA, donde sufrió apremios varios y tortura de los Grupos de Tareas en ese territorio bajo control absoluto del almirante Massera, integrante de la primera Junta de la dictadura, ávido de construir poder político personal para tiempos futuros.
Sin embargo, sería María O’Donnell, en sus dos minuciosas investigaciones de los libros “Born” (2015) y “Born y Quieto” (2023) quien incorporaría a Jorge Born a la reconstrucción de los hechos, como fuente relevante de sus repasos históricos. Una primicia absoluta: con ella, el heredero del holding rompería un silencio que entonces llevaba más de 40 años y del que en estos días se está cumpliendo ya el medio siglo. También sumaría en la segunda parte de la saga, papeles y desgrabaciones de José María Menéndez, muy cercano colaborador de Jorge Born III, quien había encabezado las negociaciones para la liberación. En verdad, ese material, explica la propia periodista, le llegaría a través de la familia de Menéndez, ya que el personaje en cuestión sufría por entonces los apagones propios del Alzheimer y estaba recluido en Madrid.
Volvamos a aquella escena de Graiver y Quieto, de hace cincuenta años. De un lado de la mesa, Graiver, el anfitrión, un hombre que a los 35 años tenía en el país dos bancos (Comercial de La Plata y Hurlingham), uno en Nueva York, otro en Bruselas, otro en Tel Aviv y decenas de compañías repartidas en el mundo.
Durante la dictadura de Alejandro Lanusse, Graiver había sido subsecretario general del Ministerio de Bienestar Social cuando Francisco Manrique era ministro. Ya en democracia, con el camporismo en el poder, fue un hombre de máxima confianza del ministro de Economía de Cámpora, Lastiri y Perón, José Ber Gelbard. Algo más parecido a un socio que a un asesor contable de máxima confianza. Del otro lado, Roberto “El Negro” Quieto, segundo jefe del grupo guerrillero de origen católico y peronista y anterior número uno de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR), comandos insurgentes de orientación marxista, que hacia fines de 1973 se habían fusionado con Montoneros para dotar a su núcleo foquista de cierta identidad política y cultural peronista, que abundaba en los asentamientos precarios del Gran Buenos Aires, allí donde todavía tributaban a la memoria “del General” y veneraban a Evita hasta la santidad.
Quieto pareció comprender que la sedición de la ultraizquierda armada y su tendencia libresca en exceso parecía mirar sin un tamiz crítico al internacionalismo proletario del ideal marxista, en detrimento de la “peronización” creciente la sociedad, que había llevado a Perón por tercera vez a la presidencia de la República con el 62% de los votos.
Esos dos hombres a punto de cerrar negocio por una montaña de dólares se recelaban mutuamente en cuanto a sus intereses últimos y credo ideológico, pero tenían empatía personal y hasta inclinaciones a veces coincidentes con el modo de transitar la vida, con estilo aventurero, al borde siempre de riesgos fatales, pero familieros y sibaritas. Un modo de vivir y sentir que Firmenich, el número uno de Montoneros, lejos estaba de comprender y de practicar. Su estilo seco, afectivamente neutro y con apego a la disciplina extrema de sesgo militar, que tanto decía combatir, no terminaba de generar un sentimiento de cercanía en el banquero de familia judía.
Jóvenes peronistas de aquel tiempo, entonces de vecindad ideológica, veteranos hoy y alejados de los avatares partidarios, coinciden en que entre el joven católico, hechizado por la doctrina del Evangelio tercermundista y su narrativa del cristianismo revolucionario, y el banquero ambicioso, de pocos escrúpulos, y señalado como diestro en blanquear dinero sucio de empresarios, políticos, sindicalistas y hasta militares, había, figurativamente, algo así como “una cuestión de piel”. Una mutua orfandad de simpatía de ambas partes.
Hay consenso, dentro y fuera del peronismo, en historiadores, investigadores y periodistas que la tensión entre Firmenich y Quieto lo haya llevado al adolescente cuadro del misionado católico a cederle a su subordinado de las FAR la tarea de invertir y de incrementar el nuevo patrimonio montonero. Hasta cierto punto. Ya se verá porqué. Pese a todo, Firmenich confiaba en los buenos oficios financieros de Graiver para “administrar” US$ 14 millones provenientes del mayor botín de la historia pagado por un secuestro extorsivo en carácter de rescate.
Dinero que el padre de los Born, Jorge Born II, accedería a pagar por la libertad de sus hijos, recién después de una pulseada prolongada con los guerrilleros, que terminaría en una costosa poda a las finanzas del Grupo. Se sabe que su propio hijo mayor, Jorge Born III, debió convencerlo con poco apego filial, de que pagara el botín: nada menos que US$ 60.000.000 cash de hace 50 años y un remanente de US$ 3.600.000 en mercadería para distribución en barrios pobres. Proporciones y modos de entender la “justicia social” de esa organización armada, peronista en su origen.
Ya liberados ambos hermanos, se sabría que el estado de Juan en cautiverio era calamitoso, física y espiritualmente. No tuvo el temple de su hermano Jorge y día a día se hundía en una destructiva depresión. Sin embargo, ese cuadro terminaría acelerando las negociaciones. El 23 de marzo de 1975 se decidió que la firma abonaría el 50% del rescate, a cambio de la liberación de Juan Born. El resto se cancelaría dos meses después, el 20 de junio, anunciado en una conferencia de prensa bajo los códigos de la seguridad montonera.
Firmenich sería el encargado de divulgar ante la opinión pública el fin del cautiverio, pero el jefe montonero no advertiría que, al mismo tiempo, su protagónico carácter de mensajero único lo haría caminar hacia un callejón sin salida, que al final de la historia lo mostraría ante la Justicia como el gran responsable del golpe comando, el doble secuestro y las dos muertes ocurridas en el “Operativo Mellizas”. Situación que lo llevaría a una condena de cárcel por 30 años, aunque los indultos de Menem acotarían el largo plazo a una breve temporada de calabozo.
María O’Donnell cuenta con sutil encanto las desopilantes escenas de aquella rueda de medios. Una descripción del absurdo político del grupo que había tenido cautivo a dos de los hombres más ricos de la Argentina, con una espera final matizada a través de relevantes espadas montoneras (el poeta Paco Urondo, el periodista Luis Guagnini) haciendo de mozos ante los hombres de prensa seleccionados para dar a conocer la noticias. Ambos cuadros servían empanadas y vino “Montonero”, tinto común en damajuana, muy consumido en la época. Algunos periodistas conocían a los “mozos”, por vínculos propios de la profesión, dado que esos combatientes se desempeñaban al mismo tiempo en otros menesteres. al margen de la clandestinidad política obligada por los códigos guerrilleros.
Hasta hubo abrazos y deseos imposibles de verse entre ellos fuera de allí, que culminarían con un pedido de los militantes montoneros para que algún periodista acompañara a Born en las maniobras finales de la liberación.
En esa conferencia de prensa, así sería presentada por montoneros, Firmenich cometería un error de novato antes de dejar la escena, un yerro si se quiere infantil, producto de su empeño en sentirse protagonista. Diría que “olvidaba lo más importante. En pocos minutos quedará en libertad alguien que lleva con nosotros unos cuantos meses.” Y agregó que esa persona hablaría con ellos. Ya sin Firmenich en el “cuadro de las fotos”, aparecería Jorge Born. Bomba noticiosa de rango mundial, primicia que divulgaría al mundo el periodista de la agencia española EFE, Fernando del Corro, allí presente. Se acababa de anunciar el rescate más grande de la historia.
Momentos antes, entre bambalinas, Firmenich le había deseado suerte al empresario al tiempo que le tendía la mano. “Adios, le dice Born y deja la suya al costado del cuerpo”, contaría O’Donnelll en su minuciosa investigación.
Se cuenta que Firmenich no tuvo ningún empacho en votar por sí mismo para decidir en la Orga si él o Quieto anunciaban a la prensa el fin del secuestro, sin saber que, una década después, ese ego sediento lo condenaría a tres décadas de prisión, ante el coincidente testimonio que darían ante la Justicia argentina casi todos los periodistas presentes en el anuncio, entre ellos dos (Andrew Graham-Yool y Claudio Polosecki) por especial pedido de Raúl Alfonsín, entonces presidente, quien procuraba esos testimonios no sólo por su veracidad, sino por una cuestión de equilibrio político del momento.
Necesitaba esas comparecencias judiciales para poder sacar adelante el juicio a los militares genocidas con menos sobresaltos, ya que también llevaría al banquillo al comandante montonero, que hasta ese momento no había dejado una sola huella: siempre parecía un segundón al costado del camino. Alguien que, siendo jefe máximo, no había recibido hasta allí un solo rasguño, ni real ni metafórico.
Citados por la Justicia una década después, los testimonios de aquellos periodistas que vieron la liberación de Born serían la clave del comienzo del ocaso montonero: las declaraciones judiciales de hombres dignos de su condición de periodistas consiguieron ubicar a Firmenich en la escena del delito con Jorge Born y asumiendo su responsabilidad. Todo lo que necesitaban el juez federal de San Martín, Carlos Luft, y el fiscal federal Juan Martín Romero Victorica para dar por probada la responsabilidad de Firmenich en el delito y así meter tras las rejas al símbolo de la insurgencia armada en la Argentina.
Quizá el patetismo mayor de ese anunció fue que el lugar, que solía alquilarse para fiestas y eventos, en Libertad 244, Acassuso, calle adoquinada, cuyo frondoso arbolado le daba cierto aire de bucólica mansedumbre, zona poblada por residencias lujosas, había sido también una cueva habitual de cita de represores y turbios servicios de Inteligencia, lo que dispararía una vez más conjeturas nunca probadas, pero de frecuentes cotilleo en los mentideros de la guerrilla acerca de algún vínculo de Firmenich con el Batallón 601 de Inteligencia del Ejército y su proximidad con el dictador Onganía, ya desde los tiempos del secuestro y asesinato de otro dictador castrense, Pedro Eugenio Aramburu.
Para comprender la magnitud del monto pagado, digamos que, si se considera la inflación en Estados Unidos en estos 50 años, según estimaciones de una destacada periodista y economista consultada, 100 dólares de 1974 equivaldrían a 683 dólares actuales. De allí que aquellos US$ 60 millones serían hoy US$ 409.800.000. Antes o ahora, un montonazo de plata. Cincuenta años después, sin embargo, sigue siendo incierto determinar con precisión y rigor histórico qué hicieron con tanta plata fresca los jóvenes peronistas en rebeldía contra el liderazgo “del conductor”.
Dos meses después del cruce de insultos en la Plaza, el día de los “imberbes y esúpidos”, Perón moriría. Dos meses y 19 días después del adiós final al General en nombre de quien habían muerto y matado, tendría lugar el doble secuestro de la “Operación Mellizas”, con “la Orga” ya nuevamente en la clandestinidad.
Era un secreto a voces en aquel tiempo que Firmenich, dogmático, militarista, entonces de rústico back ground intelectual y con un conocimiento de la táctica y estrategia militar aún en gestación, miraba a Quieto con abierta desconfianza y algo de envidia, situación que era parte del comadreo en los refugios de la clandestinidad. El ex FAR, entrenado por las milicias revolucionarias cubanas en La Habana, de una mayor solidez y discernimiento de las teorías políticas, un expertise superior en operaciones terroristas, podía mostrar, además, in título universitario de abogado laboralista. Fue una tirantez de tal magnitud que en la cúpula montonera se discutió con aspereza quién debería hacer el clandestino anuncio al grupo de periodistas seleccionados acerca de la liberación de Born y del pago del monumental rescate.
Su vanidad había traicionado al jefe montonero. En verdad, quien había puesto las ideas y el cuerpo en los secuestros había sido Quieto, con apoyo logístico de la Columna Norte de la “Orga”, a cargo de Rodolfo Galimberti, de activa participación en las acciones previas y en los movimientos decisivos de la captura de los hermanos Born, en el mismo campo de operaciones, y armas en mano, como a él le gustaba.
Años después, Galimberti, definitivamente distanciado de la cúpula montonera, y contrariado porque los altos mandos combatientes lo dejaron al margen de todo reparto de fondos, haría a la luz del día un glamoroso abjuro de la lucha armada. Sería socio del mismísimo Jorge Born y del cura Grassi (condenado por pedófilo), en una empresa de marketing televisivo aupado al programa de Susana Giménez, la diva de las pantallas de entonces. Cosas de la vida y la política. Aquel pasado de guerrillero entre temerario y romántico sería enterrado por el travestido personaje del jet set y la farándula. Moriría en un quirófano durante una operación, con su cuerpo afectado por una vida siempre al límite.
Según el ya mencionado libro de Gasparini, luego de una cena gourmet, con ostras, langostinos y abundante vino blanco, “Quieto dejó que David le hiciera café y lo agasajara con un Cohíba. Su aroma le hizo recordar la primera vez que había fumado uno, cuando el gobierno de la Cuba socialista lo había acogido como exiliado después de la fuga de la cárcel de Rawson, en agosto de 1972.” La anécdota parece contada con la intención de reforzar el vínculo de Fidel con la insurgencia armada argentina de los 60 y 70. Sobre todo, brindaría veracidad al cuantioso depósito en Cuba de la mayor parte del rescate de los Born, una de las claves de la dilución del sueño montonero.
La mirada del resto de la cúpula hacia Quieto no era muy diferente a la que tenía el jefe Firmenich. El antiguo líder de las FAR desafiaría en forma recurrente a sus cofrades de la “Conducción Nacional” (CN), en desacuerdo abierto con los rigurosos códigos de convivencia que convertía en parias errantes a los comandos de “la M”. Quieto juzgaba exagerados esos procedimientos.
Sin embargo, el 28 de diciembre de 1975, el guerrillero, a esa altura ya casi un disidente, organizaría un encuentro con familia y amigos en las playas de la ribera de Vicente López, en el norte del GBA. Quieto armó un recreo fugaz, como si fuesen un contingente más en un festivo cónclave veraniego, en los que la gente se encontraba a tomar solcito, darse una refrescada y comer unos sándwiches de milanesa, con gaseosas y vinito fresco. Quieto lo necesitaba, asfixiado como estaba por la clandestinidad y el ahogo de ser un perseguido perpetuo. Todo terminaría mal.
Un imprevisto saldaría esa saga de hostilidades y recelos: el secuestro de Quieto a manos de un comando paraestatal. Se lo llevarían en un Torino rojo, tres meses antes del golpe de Estado del 76. Un “chupado” más, que nunca aparecería. Los jefes montoneros lo buscarían sólo un par de días. Dejarían de hacerlo porque pasaron a considerarlo y sancionarlo por “traición” en un juicio revolucionario, cargo por el cual lo condenarían a muerte. Ocurrió que varias de las llamadas “casas de seguridad” del grupo irían cayendo una a una luego de la desaparición de Quieto. Refugios sobre los que él tenía conocimiento.
Firmenich sintió que llegaba la hora de rendir cuentas con un socio que no toleraba y le robaba estelaridad. Se convenció y convenció a la organización que Quieto se había quebrado en los interrogatorios de la tortura. Es probable. Lo que cuesta comprender es la necesidad de degradarlo en su biografía insurreccional a raíz de esa fragilidad de su cuerpo. No hacía falta. Quieto sería un desaparecido más. Situación que Firmenich nunca experimentaría. Había sido un socio político y de operaciones militaristas, con su saga de muertes, sobre todo la “Operación Mellizas” que le daría a Montoneros el financiamiento de su larga agonía. Y punto. A partir del caso emblema de Quieto, la Conducción Nacional endurecería sus reglas de clandestinidad. Por ese caso implantaría el uso obligatorio de la pastilla de cianuro ante las detenciones, para evitar delaciones involuntarias.
En su libro “Montoneros/El peronismo combatiente en primera persona” (2013), Roberto Cirilo Perdía, fallecido el 20 de marzo de 2024 a los 83 años, reconoce el peso de Quieto en la Inteligencia y la ejecución del secuestro de los Born, pero le resta significación en las negociaciones del rescate. Cuenta que “la organización requería de un sustento material de recursos para sostenerse. El secuestro de los hermanos Juan y Jorge daría la respuesta necesaria… Más allá de las posteriores fantasías creadas por el ‘oro montonero’ y su valor y utilización, hoy es importante tratar de esclarecer el sentido con el que fueron utilizados esos recursos. El primero y esencial fue que sirvieron para financiar nuestra política”.
La “ruta del dinero M”
En definitiva, de las fuentes consultadas para este repaso histórico, y de la tarea de los investigadores que han seguido la “ruta del dinero M”, es posible reconstruir el uso, y el dispendio, que le dieron en Montoneros a la usurpación de la fortuna de los Born. A grandes, rasgos, podría resumirse así.
- La mayor parte del rescate, entre US$ 42 y 45 millones fue a parar a La Habana, Cuba. Su “custodia” resultó controversial, al parecer a disgusto de los propios comandantes montoneros por el comportamiento de Fidel Castro sobre esos fondos de los que se haría responsable. El periodista y dramaturgo Mario Diament publicaría en La Nación del 20 de octubre de 1996 un extenso reportaje en Miami a un excoronel de alto rango en la Inteligencia cubana, Filiberto Castiñeiras Giabanes, enlace con los Montoneros y encargado de “mover” ese platal clandestino. El testimonio que surge de esa entrevista permitió rastrear el recorrido inicial del “oro montonero”. Según la información del testimonio del exagente cubano, Diament sitúa esa primera etapa en la embajada cubana en Buenos Aires, a cargo entonces de Emilio Aragonés Navarro, llevada a mano por jefes montoneros, trasladados por “vía diplomática” a La Habana y sometidos a los primeros procesos de “lavado” en la banca suiza. La estancia allí atravesó un procedimiento financiero complicado. Hasta que Fidel ordenó la mediación del Banco Central de la entonces Checoslovaquia, país en el cual el tótem revolucionario confiaba mucho más que en la banca pro capitalista suiza, algo que los jefes montoneros no descifraron bien porque, a su entender, los apartaba del control de los fondos.
Al parecer, en Praga se blanquearon más de US$ 13 millones, que se trasladaban en compañías de aviación de ambos países. Luego del golpe del 24 de marzo de 1976, la conducción montonera se exiliaría en La Habana y eso facilitaría su acceso a los fondos. Retiraban montos mensuales, operación sólo reservada a cuadros como Firmenich, Perdía y Yager. Según el oficial cubano disidente, hasta 1982 esas mismas personas iban retirando las “cuotas” para fines que él desconocía. Firmenich estimaría esos retiros en US$ 220.000 mensuales para la organización, siempre con esas mismas personas habilitadas para lel manejo de los millonarios fondos. Hasta donde Filiberto Castiñeiras Giabanes supo antes de convertirse en prófugo del régimen, la millonada montonera fue retirada hasta el último dólar. La historia del malestar entre Fidel y la Conducción Nacional montonera llegaría a conocimiento del The New York Times, que en 1989, en un despacho de su corresponsal en Buenos Aires, Shirley Christian, señalaba que el deterioro de esa relación venía acentuándose desde 1984, lo que haría muy difícil recuperar cualquier dinero depositado en Cuba.
- Depósitos por US$ 14 millones, más US$ 3 millones de comisiones para que el banquero David Graiver manejara y elevara el rendimiento de esos fondos. Graiver moriría en un accidente aéreo en un vuelo privado entre Nueva York y Acapulco el 8 de agosto de 1976. Durante el gobierno de Alfonsín, la familia Graiver, que había sido despojada de fondos y propiedades por la dictadura, sería reparada. Hubo también en ese tiempo un acuerdo judicial del Estado con Jorge Born, que le habría permitido a la familia alrededor de entre US$ 10 millones y US$ 15 millones en reparación debido al expolio sufrido por los montoneros.
- Montos indeterminados para la resistencia clandestina. Fue durante la persecución de las bandas fascistas de López Rega y de la dictadura en la Argentina, cobertura funcional a las planificaciones necesarias para mantener operativas a las células que no caían bajo la cacería de la dictadura. Esos fondos, como los otros provenientes del patrimonio saqueado a los Born, nunca pudieron ser evaluados con certeza.
- Del mismo modo no se pueden precisar los gastos de la suicida operación bautizada como “contraofensiva” de 1979 y 1980. Fue una catástrofe militar y de cuadros, impulsada por la Conducción Nacional, de manera irresponsable y errática, en la creencia de que, en el mejor de los casos, la dictadura se encontraba “en situación crítica”. Fue de tal magnitud estratégica el error que en Cuba llegaron a habilitar “guarderías especiales” para los hijos de los cuadros guerrilleros exiliados allí que recibieron la orden militar de regresar a la Argentina para librar el “combate final” contra los dictadores. Todo terminaría siendo una matanza de combatientes calificados, que irían cayendo uno a uno, como en una cacería planificada. Ese desgaste de personal activo y la sangría permanente de recursos, en la “lógica montonera” se verían “compensados” con el golpe comando que terminaría en el asesinato del empresario Santiago Soldati, ocurrido el 13 de noviembre de 1979, en la calle Cerrito, entre Arenales y Santa Fe, a pocas cuadras del Obelisco, en el corazón del Centro porteño, en una emboscada al Torino blanco en que viajaba el hombre de negocios.
De acuerdo al cuidadoso relato del profesor de Historia y periodista Marcelo Larraquy, que reconstruyó el atentado en el libro “Fuimos Soldados. Historia secreta de la Contraofensiva montonera”, doce personas en total participaron de ese operativo guerrillero. Los movimientos y el desplazamiento del empresario habían sido cuidadosamente estudiados para organizar el ataque. Desde la ventana de una habitación del Hotel Embajador, un hombre contemplaba el desarrollo del atentado contra Soldati. Era el jefe de toda la operación, Raúl Yager, miembro de la conducción de Montoneros.
Antes de este golpe, que volvió a conmocionar a Buenos Aires como en los tiempos finales de Isabel Perón y en el comienzo de la dictadura, hubo dos atentados fallidos de los montoneros, a funcionarios relevantes del ministro de Economía. José Alfredo Martínez de Hoz: su secretario de Hacienda, Juan Alemann (7 de noviembre de 1979) y su secretario de Programación y Coordinación Económica, Guillermo Walter Klein (27 de septiembre de 1979), atacados con armas de guerra, uno en la calle y otro en su casa, donde estaba con su familia. Ambos resultaron ilesos, como para destronar el mito de cierta la infalibilidad militar montonera. Soldati no había sido funcionario de Martínez de Hoz, pero sí un consultor cercano al poderoso ministro.
- Puesta en marcha, financiamiento, compra de rotativas, pago de salarios, insumos, y gastos operativos varios durante los tres años de vida del diario “La Voz” y posteriores indemnizaciones. La aventura editorial significó, además, una alianza política con el clan Saadi, que se consolidó con la línea interna justicialista Intransigencia y Movilización, financiada de cabo a rabo con las arcas montoneras. Todas las operaciones mencionadas provinieron del secuestro de los Born, única fuente genuina de financiamiento del grupo y de sus cuadros de la Conducción Nacional, en todo el proceso de su larga agonía política,
¿Es posible que semejante fortuna se haya evaporado en este repaso del accionar montonero en los años de plomo y aún en el despertar democrático, cundo ya se habían vuelto un grupo fracasado y en el proceso de disolución final? ¿La organización Montoneras dio el golpe más productivo de la historia para terminar en una bancarrota moral, política, militar y sobre todo ética en tan poco tiempo? ¿Fueron solamente ineficaces o hubo quienes supieron quedarse a tiempo con una parte para garantizarse una viejez sin privaciones ni urgencias? No hay constancias de eso.
A cincuenta años de aquel tiempo feroz, sólo dos cuadros de la Conducción Nacional Montonera han sobrevivido al naufragio. Mario Firmenich (76), quien reside en un barrio elegante de Managua, Nicaragua, y cobra un sueldo estimado en US$ 4.000 que le paga el dictador y ex comandante de la revolución sandinista, Daniel Ortega. El paso del tiempo convirtió al montonero y al sandinista en revolucionarios decadentes, roídos por la erosión del tiempo y la decrepitud ideológica.
El otro es Fernando Vaca Narvaja (76), quien transita sus días entre Buenos Aires y Córdoba, sobrevive gracias a algún nombramiento público del peronismo residual, cercano siempre al kirchnerismo, con cargos y prebendas en provincias o en municipios. En algún momento acostumbraba a mostrar una gomería de su propiedad. La fábula del trabajador gomero. Firmenich llegó a estimular días pasados a jóvenes militantes para que le dieran “operatividad” a ciertos factores que podrían reeditar las insurrecciones montoneras de los 70. Aún hoy le sobra cinismo al “comandante Pepe”..
Los hermanos Jorge y Juan Born son ya nonagenarios. Van y vienen de Brasil, donde está la parte del holding que quedó en sus manos, después del terremoto del doble secuestro, que podó gran parte de sus bienes y poder accionario en el conglomerado de firmas que supieron manejar. Recuperaron parte del botín, en acuerdos con el Estado, de los que Jorge Born reconoció participar: “Todo en negro…como en la mafia…cobraron muchos…era repugnante…pero queríamos recuperar todo lo que se pudiera”, le contaría a María O’Donnell.
Se los suele ver, en familia, cada julio en la muestra de Sociedad Rural. Tienen campos y estancias, son uno de los mayores criadores de búfalos en la estancia La Leonor, presidente Roque Sáenz Peña (Chaco) y en Las Lilas, provincia de Buenos Aires. Envejecen en paz y con prosperidad. No mandaron a parte de una generación a caer en la línea de fuego. No orinaron agua bendita, pero están livianos de conciencia. Una gracia que los antiguos lideres montoneros es probable que no alancen jamás.